lunes, 24 de julio de 2017

El legado de los huesos

Dolores Redondo
Destino, Barcelona, 2013. Págs. 549.


Dolores Redondo (San Sebastián, 1969) ha inaugurado un nuevo género de novela donde se integran los elementos propios de la novela policiaca con la mitología navarra centrada en el Valle del Baztán.

La primera dificultad proviene de entender bien el sentido y el alcance de unos personajes mitológicos que resultarán absolutamente desconocidos y extraños a la gran mayoría de lectores y, aunque la escritora se esfuerce en explicarlos no acaban de ser convincentes ni claros, con el agravante de que son importante para poder entender el curso de los hechos.



Aunque es independiente de la primera novela, El guardián invisible, hay muchos datos en ésta que se dan por supuestos y pueden resultar oscuros para los que no la hayan leído. La inspectora Salazar vuelve a ser la protagonista absoluta del relato y las dos novelas, en las que se ve totalmente implicada su familia, dependen en buena parte de su historia personal, de su infancia. Muchos de esos datos se explican en El guardián invisible, por lo que de nuevo el lector se puede encontrar un poco perdido.

Los hechos narrados son muy complejos, pero en su conjunto, se dan varios asesinatos y los criminales reconocen su autoría sin ningún tipo de presión y con toda frialdad, pero una vez que se han declarado culpables acaban suicidándose y dejando una extraña palabra como mensaje. A la vez se descubre que los cadáveres de las víctimas tienen un brazo mutilado desde el codo. Los hechos se van entrelazando con otros asesinatos relatados en la novela anterior, y después de avanzar bastante la novela se va estableciendo la relación entre todos y el descubrimiento de un asesino muy peculiar. Eso sí, recurriendo a la iluminación de un personaje muy curioso, el inspector Dupree de Nueva Orleans, que la inspectora conoció en su entrenamiento con el FBI en Quantico, pero que además aquí desaparece sin dejar ni rastro.

La primera novela sorprendió por su originalidad, pero aquí se ha rizado demasiado el rizo y cansa en muchos momentos, independientemente de lo que ya se ha apuntado: es exhaustiva la referencia al mal tiempo de Elizondo y el Valle del Baztán, con descripciones largas, directas y con mucho calificativo; es una concesión a la galería el acoso, aunque gentil, del juez a la inspectora que desvía la atención; tampoco tiene sentido el giño obsesivo que hace a su propia maternidad, aunque sea un elemento clave de su historia personal y que acabe en una situación melodramática. Menos sentido tiene todavía, el hacer comparecer a la Iglesia Católica de una forma ridícula y a un personaje siniestro, el Padre Sarasola, sacerdote y psiquiatra y miembro de una institución que tiene una clínica en la ciudad de Pamplona y que hace que se involucren de una manera absurda en la investigación.


¿Qué ha pasado de una novela a otra? No lo sé, pero es frecuente en muchos escritores que se encuentran con una buena fórmula, quieran estirarla indefinidamente como las series de televisión por temporadas. Ahora solo falta esperar a la tercera y última novela para ver si se recupera, por lo menos literariamente. Para acabar el número de páginas es excesivo y la lectura se hace farragosa, cansa y aburre y poco a poco va naciendo en el lector el deseo de saltarse esos larguísimos párrafos descriptivos y reencontrar el desarrollo del relato y el desenlace final.

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