Dolores Redondo
Destino, Barcelona,
2013. Págs. 549.
Dolores Redondo (San Sebastián, 1969) ha inaugurado un nuevo género
de novela donde se integran los elementos propios de la novela policiaca con la
mitología navarra centrada en el Valle del Baztán.
La primera dificultad
proviene de entender bien el sentido y el alcance de unos personajes mitológicos
que resultarán absolutamente desconocidos y extraños a la gran mayoría de
lectores y, aunque la escritora se esfuerce en explicarlos no acaban de ser
convincentes ni claros, con el agravante de que son importante para poder
entender el curso de los hechos.
Aunque es
independiente de la primera novela, El guardián invisible, hay muchos datos en
ésta que se dan por supuestos y pueden resultar oscuros para los que no la
hayan leído. La inspectora Salazar vuelve a ser la protagonista absoluta del
relato y las dos novelas, en las que se ve totalmente implicada su familia,
dependen en buena parte de su historia personal, de su infancia. Muchos de esos
datos se explican en El guardián invisible, por lo que de nuevo el lector se
puede encontrar un poco perdido.
Los hechos narrados
son muy complejos, pero en su conjunto, se dan varios asesinatos y los
criminales reconocen su autoría sin ningún tipo de presión y con toda frialdad,
pero una vez que se han declarado culpables acaban suicidándose y dejando una
extraña palabra como mensaje. A la vez se descubre que los cadáveres de las
víctimas tienen un brazo mutilado desde el codo. Los hechos se van entrelazando
con otros asesinatos relatados en la novela anterior, y después de avanzar
bastante la novela se va estableciendo la relación entre todos y el
descubrimiento de un asesino muy peculiar. Eso sí, recurriendo a la iluminación
de un personaje muy curioso, el inspector Dupree de Nueva Orleans, que la
inspectora conoció en su entrenamiento con el FBI en Quantico, pero que además
aquí desaparece sin dejar ni rastro.
La primera novela
sorprendió por su originalidad, pero aquí se ha rizado demasiado el rizo y
cansa en muchos momentos, independientemente de lo que ya se ha apuntado: es
exhaustiva la referencia al mal tiempo de Elizondo y el Valle del Baztán, con
descripciones largas, directas y con mucho calificativo; es una concesión a la
galería el acoso, aunque gentil, del juez a la inspectora que desvía la
atención; tampoco tiene sentido el giño obsesivo que hace a su propia
maternidad, aunque sea un elemento clave de su historia personal y que acabe en
una situación melodramática. Menos sentido tiene todavía, el hacer comparecer a
la Iglesia Católica de una forma ridícula y a un personaje siniestro, el Padre
Sarasola, sacerdote y psiquiatra y miembro de una institución que tiene una
clínica en la ciudad de Pamplona y que hace que se involucren de una manera
absurda en la investigación.
¿Qué ha pasado de una
novela a otra? No lo sé, pero es frecuente en muchos escritores que se
encuentran con una buena fórmula, quieran estirarla indefinidamente como las
series de televisión por temporadas. Ahora solo falta esperar a la tercera y
última novela para ver si se recupera, por lo menos literariamente. Para acabar
el número de páginas es excesivo y la lectura se hace farragosa, cansa y aburre
y poco a poco va naciendo en el lector el deseo de saltarse esos larguísimos
párrafos descriptivos y reencontrar el desarrollo del relato y el desenlace
final.
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